Una de las cosas en la que me quedé pensando en relación a las últimas veces que estuvimos hablando es ¿tenés un método? ¿cuáles son las diferentes formas con las que empezás una obra? ¿cuáles son los primeros disparadores?
Antes de preparar las dos charlas que di en Buenos Aires, había imaginado una especie de Wiki-Método de la composición, de A a Z, desde los primeros pasos hasta la finalización de la obra. Empezaba por el capítulo “cómo empezar una obra”. Cuando me enteré de que los participantes no eran todos compositores cambié el plan. No me acuerdo exactamente lo que había escrito, pero lo que estaba claro es que una composición no empieza con las primeras notas sobre el pentagrama, sino mucho antes. Las primeras ideas ni siquiera son necesariamente musicales. Por ejemplo el título: si uno tiene una idea de título antes de empezar a escribir, ya tiene resuelta una buena parte de la composición. El proyecto es como un pre-programa — en referencia a la música de programa de Liszt, Strauss, etc., uno de los movimientos musicales más innovadores de todos los tiempos — y el título es el primer elemento del programa, tal vez el más importante. El título marca una dirección. Yo me acuerdo de cuando estudiaba con Grisey en el Conservatorio de París, hablábamos de cualquier cosa menos de técnica, y a veces aparecían cosas muy interesantes. Una de las cosas que él decía era que cada pieza que él empezaba era como su primera composición. Coqueteaba con la idea de ser poco metódico, algo amateur. Lo contrario de un Vivaldi o de un Sciarrino que son máquinas de componer siempre las mismas maquinitas. El caso de Grisey era lo contrario de esos grandes profesionales, cada nueva obra nacía de un parto doloroso, no lograba empezar hasta no tener una idea perfectamente clara del proceso (esa era la palabrita de moda, una palabra tan siniestra en francés como en castellano: processus) que haría funcionar la obra. Él nos decía siempre en las clases que no le trajéramos notas, que no le trajéramos do re mi fa sol, que no le trajéramos cosas que sonaran bien, sino que le trajéramos un proyecto. Primero tiene que haber un proyecto, es decir una idea, mucho antes de empezar a poner notas sobre un pentagrama. Por supuesto que mientras vas componiendo, el mismo hecho de avanzar te hace modificar el proyecto inicial, pero tener esa base programática me parece fundamental. Y uno de los elementos claves antes de empezar es decidir la instrumentación. Sabiendo para qué instrumentos vas a escribir ya tenés una parte importante de la composición: su sonido básico.
Ya hay algún tipo de recorte, una idea de lo que no voy a hacer.
Exactamente.
En relación a eso, me interesa ese mundo donde encontramos dos formas: personas, compositores o no, que trabajan con un sistema, como puede pasar con el diseño gráfico o con ciertas obras de arte visual donde la estructura se basa en un sistema previo que construye la obra. O esta otra cara donde no existe un sistema y cada obra es “una obra nueva”, entre comillas, aunque esto también podría ser discutible.
Claro, pero que no haya sistema no significa que no haya restricciones. Lo más importante de una obra, como vos decías recién, es lo que no vas a hacer. Qué elimino como posibilidad. Porque si tenés todas las posibilidades del mundo te ponés al borde de un abismo, no podés empezar de puro vértigo. Una restricción simple sería por ejemplo: si vas a hacer una obra para violín, sabés que, por más flexible que sea una cuerda, un do de contrabajo no vas a poder tener. A partir de ahí podés decidir que esta parte la vas a escribir sólo para la cuerda de sol y esta otra parte sólo para la cuerda de re, o trabajar con tal scordatura, etc. Una composición, más que un sistema, es un recorrido de restricciones. Sabiendo qué no vas a hacer ya tenés una buena parte del trabajo resuelto.
Generalmente, una vez que ya descarté lo que no voy a usar, disfruto de generar una serie de problemas a resolver.
El desafío es: “qué es lo máximo que puedo hacer con esto que decidí tener y nada más que con esto”, como esas obritas de [Gyorgy] Ligeti…
Música Ricercata.
Por ejemplo. ¿Qué puedo hacer con una sola nota, qué puedo hacer con dos notas? Puede ser un poco escolar, pero no está mal como principio restrictivo. Pensaba también en los estudios para piano de Debussy: para los cinco dedos, las cuartas, las terceras paralelas, bueno, qué puedo hacer con y solamente con eso. Y no es poco.
Creo que justo ahí se abre una puerta, donde aparece un desarrollo de la música por la música, esa abstracción que aparece cuando el sonido no está trabajando con la incorporación de otros parámetros, como la palabra o lo visual. Hay una necesidad de trabajar sobre la técnica de la música, pero no sólo eso, sino sobre la historia misma de la música, trabajar por ejemplo sobre la figura del cuarteto de cuerdas. Yo creo que cuando una obra es instrumental quizás es más común tender a crear mayor cantidad de este tipo de problemas o restricciones musicales y quizás cuando la obra ya incorpora nuevos problemas como dialogar con otras disciplinas, aunque también aparecen las restricciones, es como si todo estuviera supeditado a otra cosa más grande.
Lo mejor, creo, es resolver una cosa a la vez. En las obras de teatro musical que funcionan, qué se yo, La Bohème o Wozzeck o Barba Azul, cada parámetro está resuelto según sus leyes propias. El texto funciona en sí mismo, sin la música, la música funciona también, sin el texto (de hecho el 90% de la gente que va a ver esas obras ni siquiera le presta demasiada atención al texto y a muchos de los viejos que van a la ópera les molesta la cuestión escénica. La actitud general es de irritación, todo lo que distraiga de la música molesta. Puede parecer anecdótico pero es sintomático de la independencia de los parámetros.) Creo que cada cosa funciona en sí misma y al final, por supuesto tienen que funcionar juntas y potenciarse. El contra-ejemplo son todas esas operitas en las que no funciona nada: texto pésimo, música pésima, las taras se multiplican. En las buenas obras se potencian las cosas buenas y en las malas obras se multiplican las cosas malas.
¿Pero no es posible hacer una obra escénica donde el texto sea genial, siempre y cuando esté junto a esa música, y viceversa? Lo mismo con la puesta...
Sí, es posible. Hay algunos ejemplos donde la música sublima cosas que el texto parece no poder decir, o el texto gana en valor o gana en eficacia porque la música subraya aspectos oscuros. El ejemplo perfecto son algunos Lieder de [Franz] Schubert, que son óperas en miniatura.
Pero yo voy más allá, digo una obra donde realmente la obra final sea la conjunción de los distintos parámetros disciplinarios, una especie de simbiosis, y no que cada parte, de forma autónoma, tenga que ser cerrada y autosuficiente.
Es teóricamente posible. De alguna manera es lo que intenta Heiner Goebbels. Mi opinión, tal vez demasiado conservadora, es que siempre termina predominando un parámetro (lo visual, o lo verbal, o lo musical) y los otros quedan relegados a un plano secundario. La música en general sale perdiendo porque es el más frágil de los parámetros. La abstracción al lado de la semántica tiende a pasar a un segundo plano.
No puedo evitar pensar sobre todo en los ejemplos que nos da el cine, donde hay procesos largos, donde en general se trabaja colectivamente y donde muchas veces que un parámetro sobresalga demasiado puede atentar contra la totalidad de la película. Cuando lo primero que sale decir es “ah, que buena la fotografía”, o “la música es genial”, a veces cuando hay algo muy cerrado sobre sí mismo no logra generar un diálogo flexible con las partes y creo que puede generar el efecto contrario.
Claro. Se parece a lo que decía Stravinsky: si alguien queda fascinado por una orquestación es porque estaba mal orquestado.
En el mundo “puramente musical” muchas veces aparece la discusión sobre la funcionalidad de la música del cine, donde dicen “pero si vos escuchás esa música por fuera de la película no funciona”, por ende no funciona.
Por supuesto. El ejemplo que das de la música y el cine es perfecto. Es decir, hay músicas de cine tal vez banales en sí pero que en una narración cinematográfica y con una función dramática particular, “funcionan” perfectamente (el mejor ejemplo en este sentido me parece el cine de Kubrick). Pero el caso de la música de película es un campo muy específico. En el caso del cine cada elemento funciona como resaltador de otras cosas, inclusive el texto, y la música funciona también como decorado de la narración, que es siempre el elemento principal. Es interesante. Yo creo que algo que faltó en el curso que hicimos es alguien que supiera de música para cine o de música aplicada, que es un modelo fantástico para entender muchas cosas de la música teatral o escénica, la función paramusical. Edgardo Rudnitzky es un gran conocedor de ese mundo.
Sí, lamentablemente no tomé ese tema cuando le hice la entrevista, pero ya habrá momento. De todas formas insisto con que se podría pensar una música que por momentos sea “funcional” y que por momentos cobre otra relevancia, poder aplicar el concepto de montaje o de polifonía no solo internamente sino entre disciplinas, a mi me resulta especialmente interesante y creo que también podría funcionar en una obra escénica, no tiene porque ser una exclusividad del cine.
Por supuesto, lo que pasa es que en el cine se puede trabajar de una manera que sobre un escenario no es posible. Al estar todo grabado, la verdadera escritura pasa por el montaje. Trabajás con el sonido como trabajas con la imagen, son elementos solidificados y manipulables, se transforma todo en un trabajo medio escultural, medio artesanal. Una vez que ya tenés todos los elementos grabados, todas las tomas, toda la música, todos los diálogos, montás todo eso como un todo intercomunicado. Inclusive el texto hablado puede estar trabajado como si fuera un material acústico, como en ciertos ejemplos geniales de Robert Altman. Y en este caso, la gramática interna de la música ya pasa a un plano secundario, porque el asunto fundamental es el resultado general. Por ejemplo, para Godard el sonido es tan importante como las imágenes, cada cosa tiene prácticamente la misma importancia — imagen, sonido y palabra (hablada y escrita) —, que uses la musiquita de La Bamba o una sinfonía de Beethoven es lo mismo porque lo importante para él es la interacción de todo con todo, algo que va mucho más allá de la materia musical en sí. Lo mismo con las imágenes: no es importante la belleza en sí de tal o tal imagen sino cómo funciona una con la otra.
Me estás convenciendo de hacer una película.
Tu quoque, Brute, fili mi. [Risas]
Tu concepción a la hora de trabajar la música para una obra escénica es diferente, entiendo que hay una idea de una música acabada o autosuficiente y desde ahí colaborar con un posible libretista o puestista.
En mi caso el texto siempre precede a la obra. El texto asume la función de programa y de esqueleto formal. En una obra tonal el diagrama armónico es el esqueleto formal mientras que en una obra con texto, escénica o no escénica, ese diagrama formal lo asume el texto. En realidad uno no hace más que remplazar la gramática musical por la verbal.
Vos recibís un texto terminado que entiendo que eso te da la forma, ahora a partir de esto hay una interpretación muy personal de cómo transformar ese texto en forma.
El texto es una base, pero las palabras pueden ir cambiando. Evidentemente yo modifico cosas, no es que el texto esté listo para usar. Además voy discutiendo soluciones con el libretista. Últimamente hice dos obras con Christoph Hein, que es un gran escritor, pero por más que uno trabaje con alguien así no es que el texto es sagrado y no se puede tocar. Hay modificaciones necesarias porque musicalmente, cuando uno va avanzando hay cosas que funcionan mejor con otras palabras. Pero por más que uno lo modifique un poco, la base formal sigue siendo el texto. Porque la música pasa a otro plano, no es que sea menos importante, pero sus leyes internas pasan a estar supeditadas al apuntalamiento del texto. Sin embargo, hay por supuesto contra-ejemplos: ¿conocés una ópera de Lachemann, que se llama “La vendedora de fósforos”?
Sí, claro.
Ahí el texto está tan fragmentado que pasa a ser una excusa acústica, y nadie recibe una información clara de su contenido si no lo lee previamente.
En un punto es casi conceptual.
El texto es un fenómeno acústico más, ese es su proyecto.
¿Cuando recibís un texto, cuál es el límite en la modificación? ¿Existe la situación de eliminar un fragmento de texto entero y traducirlo en contenido puramente musical?
Todo es posible. Depende de la cantidad de texto. Ahora acabo de terminar una obra gigante, que ya se estrenó. El libreto era demasiado largo. Una de las primeras cosas que tuve que hacer fue eliminar mucho texto, es una tarea ardua y dolorosa, sobre todo con un libreto que funciona bien en sí mismo (en el sentido que hablaba antes). Pero es parte de las operaciones que hay que hacer para que la cosa funcione musicalmente. Evidentemente los mejores libretos son los que dicen mucho con muy pocas palabras, pero no es común encontrar una persona que escriba bien para algo que va a ser musical y teatral al mismo tiempo. El texto no tiene que ser redundante, no tiene que ser ilustrativo, no tiene que repetir ni explicar diez mil veces lo mismo, como Wagner, que escribe música sublime sobre libretos horribles.
¿Esa obra de la que estás hablando es “Luther”?
Sí.
¿Y cómo fué?
Yo temía lo peor y al final estuvo bastante bien, así que me quedé en paz conmigo mismo. Es mucho mejor esperar lo peor que esperar lo mejor.
Siempre.
Porque cuando esperás lo mejor te quedás desilusionado, inevitablemente. Transformé este proyecto ajeno en lo más “mío” posible dentro de la distancia que yo tenía con el tema y con el contexto del encargo, muy institucional.
Entiendo. Venimos hablando sobre el montaje y sobre la forma en relación a la palabra y pienso que pasa con todo esto en la música. Se me ocurre tu obra “Kuleshov”... Me parece que ahí están muy presentes estos conceptos pero desde un lugar puramente musical. ¿Cómo fue la construcción de esta obra?
Esto está conectado con la primer pregunta que hiciste: cómo se empieza. Yo empecé con esa obra investigando sobre el efecto Kuleshov, la imagen repetitiva que, rodeada de imágenes cambiantes, según el contexto que crean, van transformando la significación de esa imagen fija. Esa fue la primera idea que tuve para la obra, descubrí ese efecto y después me pregunté cómo podría ser fabricar un equivalente musical. Eso fue el anteproyecto y después fui trabajando cada punto de la obra intentando conectar partes repetitivas con partes cambiantes. Es un trabajo de ida y vuelta entre el proyecto mental y la realización material. Siempre es así.
La última vez que charlamos me contabas que tenés un cuaderno de hojas lisas donde escribís cosas y dónde tenés una especie de lápiz de cinco puntas con el que podés generar pentagramas en esa hoja en blanco y bajar una idea musical concreta. Me divertiría ver algunas imágenes de esas anotaciones porque ese día no tenías tu cuaderno encima. Me parece muy interesante esa posibilidad, cuando yo era chico mi viejo me decía que la hoja cuadriculada cuadricula el cerebro [Risas]. Entonces yo solo tenía, y sigo teniendo, cuadernos lisos.
¿Tampoco con renglones?
Nada, sin renglones. A mi eso me quedó, ahora mientras charlamos estoy rodeado de ocho cuadernos donde tengo diversas ideas, dibujos, etc… y veo que son todos lisos, de alguna manera cuando yo compongo, compongo así, sobre el “proyecto”, con palabras, líneas, dibujos y después, al final, pasa a algo musical. Creo que mucho de eso está influenciado por ese “ritual” de los cuadernos. Me interesa ver cuáles son esas pequeñas ideas concretas musicales que aparecen en esos pentagramas. Y cómo funciona ese pasaje del que hablabas recién, entre la idea abstracta musical a lo concreto de la realidad o de la escritura, creo que algo de ese pasaje está representado en esos gráficos y pienso que específicamente en el terreno de la música, con toda la tradición de la escritura musical, para los que no somos Mozart suele ser un poco traumático.
Bueno, eso que estás diciendo se llama “componer” [Risas]. El famoso “Mozart”, ese que nunca existió, es un improvisador, no un compositor. Ese que no tiene intermediario, se pone a tocar el piano y ya tiene una obra acabada, termina y ya está. No tiene que corregir ni nada. Eso no es componer, eso es improvisar y transcribir la improvisación. Por supuesto Mozart no fue eso. Hay improvisadores geniales y otros menos geniales, pero estamos hablando de otro oficio, como la diferencia entre escribir y charlar. Los otros, los que no improvisan una obra acabada, son compositores. La dificultad es pasar de una idea vaga o más o menos concreta a algo definitivamente concreto: eso es el oficio de componer. No es más que eso. Un buen profesor de composición, que yo nunca tuve, ni voy a tener a esta altura, es simplemente un tipo que detecta una buena idea inicial y te guía hacia tu idea definitiva, no la de él, y te da consejos sobre la forma de fijarla en un papel o en lo que sea con la menor pérdida de energía y la menor traición a la primera idea posible. Eso es lo que uno aprende a los ponchazos. Lo aprendés escribiendo y escuchando tus propias obras. Todo lo que no funcionó en tu obra actual va a funcionar mejor en la próxima. Hay que abandonar la idea de la obra maestra, ese mito romántico que contamina el cerebro y no sirve más que para arruinarte la vida.
El otro día escuché que el arquitecto Mario Roberto Álvarez cuando estaba trabajando en grupo en su estudio con una obra muy grande y se armaba una gran discusión por ciertos temas, él decía nuestra mejor obra es la que está por venir, la que todavía no existe. Volviendo a esto del pasaje de una idea a lo concreto, una vez que eso está plasmado en un papel o representado de alguna forma aparece un segundo momento traumático, para algunos, donde una persona interpreta esas instrucciones. ¿Cómo te llevás con la interpretación de tus ideas?, ¿cómo son en general tus experiencias? Teniendo en cuenta que sos además de compositor, director y pianista, compartís una figura interesante que es la del compositor-intérprete.
Depende. En general, no siempre, pero en las obras instrumentales corrijo poco. Cuando sale lo que sale, ya está cocinado. Ahora, después de muchos años de trabajo, llegué a una especie de “oficio” (palabra espantosa). La obra es buena o mala, pero lo que suena es más o menos lo que yo esperaba que sonara. En cambio, donde sí hago muchas correcciones es en las obras escénicas por todos los otros parámetros que entran en cuestión y que yo no sé controlar hasta que no los veo. Ahí sí corrijo muchísimo, la obra terminada es la obra una vez estrenada. Por ejemplo con la última obra escénica que se hizo en Berlín, Comeback, también con libreto de Christoph Hein, me pasó que en los últimos ensayos decidí poner la escena final en el medio de la obra y terminar la obra con una escena que antes era central. Un cambio estructural gigante. Me pasan esas cosas todo el tiempo porque me resulta imposible prever el resultado final, donde intervienen tantas cosas como la tensión dramática sobre el escenario, con humanos e imágenes interactuando. En ese caso sí, la obra escrita es prácticamente un borrador. Hay algunas que funcionan de una. En general son obras con libretos perfectos, como Le Bal [libreto de Matthew Jocelyn] o Cachafaz [libreto de Copi], y que compongo muy rápido porque el texto está hecho para ponerse en música sin dificultad. El texto de Copi es muy directo, no hay muchas interpretaciones posibles. Pero en otros casos sí, corrijo mucho.
Hablando de la corrección seguimos poniendo el centro de la atención en la composición en sí, pero una vez que está terminada y cuando ya está en manos de varios intérpretes ¿Cual es tu relación con esas posibles interpretaciones de la obra? ¿Cuánto te importan las concepciones interpretativas sobre una misma composición? Por ejemplo en el caso de una obra instrumental.
En ese caso no es un trabajo creativo, es un trabajo prácticamente de plomería. Por supuesto que hay diferentes interpretaciones, pero yo al tener un tipo de escritura que vos ya conocés, que es finalmente muy tradicional, no hay lugar para diferencias gigantes. Puede estar mejor o peor tocado, pero no mucho más. Por ejemplo la obra que dirigí en la Plata, “Y”, el mismo día se hacía acá en Alemania, con otra orquesta. Me mandaron la grabación y la obra era fundamentalmente la misma. Me sorprendió no encontrar diferencias, no estando yo ahí para decir mi opinión o corregir. Si una obra “funciona”, es decir, si está estructurada sólidamente, como un edificio, entonces funciona siempre, independientemente de cómo se toque. Es más, me parece saludable escuchar una obra mal tocada, de vez en cuando, para darme cuenta si la obra a pesar de las dificultades coyunturales “funciona”. Si la obra es mala, por mejor que se toque, siempre va a ser mala. Suena medio fascista, pero es terriblemente cierto. A mí me pasó, una vez, de entrar por casualidad a una iglesia donde estaban masacrando el Oratorio de Navidad de Bach, con el coro del pueblo, súper desafinado, y la obra seguía siendo perfectamente genial.
¿Y no influía que vos conocieras la obra o que tengamos todo el bagaje previo de quien es Bach?
No, yo creo que es al revés. Eso sería una influencia negativa, como la gente que se masturba escuchando los CDs con los mejores intérpretes y que después va a la ópera y está inevitablemente decepcionada de lo que recibe en la vida real. Esto fue lo contrario. Descubrí la definición de obra maestra: la que soporta las malas interpretaciones y sigue siendo genial. Una vez en Buenos Aires tocaban una obra mía muy vieja. La tocaron en un concierto y yo fui de anónimo, los músicos no sabían que yo estaba en Buenos Aires. Fui a ver cómo sonaba una obra mía donde los intérpretes no tuvieron ningún contacto conmigo. Fui al concierto, escuché y me fui. Después les escribí un mail felicitándolos, y les pareció muy divertido que yo estuviera en la sala sin que ellos lo supieran. Para mí fue interesante descubrir que las obras terminan viviendo independientemente de uno.
Cuando hablabas de corregir una obra escénica en el proceso, me pregunto si también pasa al revés, por ejemplo trabajar una obra con un grupo de cámara y que en el ensayo aparezcan ciertos accidentes o errores que vos no habías previsto y que te gusten, que vos lo incorpores.
Puede pasar. Sobre todo hay una cosa que a mí me gusta hacer si tengo el lujo de poder hacerlo que es probar cosas en el medio del proceso de escritura. Alguna vez me pasó con condiciones muy favorables de poder juntar a todo el mundo y hacer tocar o cantar fragmentos cinco meses antes de los primeros ensayos, y ahí hay un montón de cosas que podés corregir y que podés hacer. Otra posibilidad es con un intérprete, proponerle ideas y probar cosas y a partir de esas pruebas ver qué puede evolucionar. En algún momento voy a tener que empezar a escribir una obra para un amigo mío que es un violista fantástico, Garth Knox, y con él sí puedo probar todo lo que quiera. Él viene a casa o voy yo a la casa de él y probamos, hay algo de camaradería empírica.
Y cuando no está ese ida y vuelta directo con un humano, ¿tenés alguna relación con el error o el accidente? Pienso en un dibujante al que se le cae un tarro de tinta y con eso desarrolla algo que no esperaba o un cineasta que está filmando y de golpe se mete una paloma en el set y es genial, ¿hay posibilidad de dialogar con un accidente durante el proceso de composición?¿O solo aparece en ese trabajo directo con el intérprete?
Eso hasta puede ser incluso un método de trabajo. Yo no sé si lo escribió o se lo escuché decir, pero Ligeti decía que él casi siempre empezaba con un accidente. Y que el trabajo compositivo consistía en ordenar ese accidente. Él usaba un término que yo detesto, pero es el que usaba él, hablaba de un primer gesto naif, en el sentido de un gesto automático o ingenuo, y a partir de eso trabajaba hasta transformarlo en gesto inteligente, no me acuerdo si eran exactamente esas las palabras, pero en principio decía que empezaba chapuceando con el piano y terminaba, gracias al trabajo propiamente compositivo, encontrando un orden.
¿Durante el proceso de armar una obra, tenés algún tipo de relación con la improvisación en tu vida cotidiana?
A veces al principio, solamente, en el sentido de lo que te decía de Ligeti. Empezar con un gesto automático y a partir de eso intentar darle una forma inteligente, en ese sentido puede ser. Pero no como método de trabajo. Yo tengo un alumno — bueno, ahora ya no es más mi alumno, sino un colega y amigo — un gran improvisador de jazz, Samuel Blaser, alguien que viene de otro mundo. Él venía a casa y al principio me traía unos ejercicios horribles, escolares, y yo, para aflojarle el academismo, justamente lo hice trabajar así, improvisando, grabándose, desgrabándose, transcribiendo sus improvisaciones, y a él sí le funcionó porque ése es su mundo. Pero no es el mío. Un tipo como Messiaen también trabajaba mucho a partir de la improvisación.
Hay un concepto que me interesa mucho que es, cuando vos hablabas [en el curso] de esa idea de “proyectar la sombra” por ejemplo en los “Tres Caprichos de Paganini”, donde el violín toca Paganini y la orquesta funciona como una especie de monstruo proyectado. Me interesa si podés contar un poco como funciona para vos esa idea, en esa obra o en otras.
En realidad lo de la sombra es una forma poética de describir el fenómeno del pasaje de dos a tres dimensiones. No es más que eso. Es decir, vos agarrás una melodía e imaginás de una manera medio abstracta proyecciones posibles de esa línea, que no es una línea recta por supuesto sino una línea continua con vericuetos, y esas irregularidades proyectan cosas raras. Es como si uno se imaginara que la luz le pega a un alambre retorcido desde diferentes ángulos. De cómo eso se traduce musicalmente es una cuestión muy del oficio y del gusto de cada uno. Por ejemplo hay un preludio de Chopin que a mi me parece un ejemplo perfecto. Es el Preludio en mi menor. Si lo encuentro lo toco. A mi lo que me parece genial es como con una melodía súper simple el tipo va proyectando… De simplemente una línea el tipo va proyectando una cosa que era inimaginable desde esa línea simple, de dos notas, y que justamente la proyección sublima completamente. Una melodía sola puede ser una estupidez, pero armonizada de una forma particular pasa a ser una cosa genial. En el jazz es muy interesante como un standard, que de por sí es una melodía que no tiene mucha importancia, interpretada, improvisada, de diferentes maneras se puede convertir en algo sublime. Eso para mí es muy inspirador, la idea de que la melodía de un standard es el único elemento reconocible y todas las proyecciones que esa melodía genera son infinitas.
Sí, totalmente, concuerdo con eso. De alguna manera esa idea de standard funciona como una especie de primera instrucción a partir de la cual cada uno puede construir su propia variación del juego.
Sí, es muy inspirador y en el pasado esa técnica se usó mucho. Últimamente desgraciadamente se perdió la costumbre, pero vos pensá que durante siglos, la misma melodía de un himno luterano (pongo ese ejemplo porque estuve trabajando precisamente con eso) servía para cantatas, corales, etc., de la misma manera que más tarde el jazz se sirvió de los standards (y no es casual que el jazz sea de tradición luterana) como antes los compositores se servían del repertorio cuasi anónimo y de propiedad comunitaria de los himnos religiosos. Los luteranos tienen el Gotteslob, que es como la guía telefónica de los himnos luteranos que se cantan durante el servicio religioso, y el Jazz que viene de esa misma tradición — mezclada con la cultura africana — siguió el mismo principio. Vos tenés una especie de nuevo Gotteslob que es el Real Book de los standards de jazz y a partir de esa biblia todos los músicos cocinan sus asuntos. En el fondo, cuando yo trabajé, por ejemplo con Paganini, no hice más que eso. Use las líneas de Paganini como si fueran standards, y a partir de eso proyecté cosas como un músico de jazz puede proyectar. Es una tradición que tiene por lo menos quinientos años, hacer música sobre música: variaciones, plagios, copias, proyecciones, filtros, se lo puede llamar como uno quiere, pero los críticos, que no ven más allá de la moda, escuchan una melodía conocida y te tildan de postmoderno o de neoclásico.
Los chinos tienen menos problemas con eso en su cultura milenaria, es increíble cuán diferente es su concepto de “copia”. Cuando estabas por acá estabas trabajando a partir de una obra de órgano de Bach, me acuerdo que estabas escribiendo sobre la partitura original, directamente desde la tablet con distintos colores… ibas generando como estas proyecciones para la orquesta.
Cierto, eso era parte del “Luther”, que consiste en ocho escenas, cada una usando como base un himno luterano, escrito por Lutero mismo. Eso funciona como un cantus firmus, “visible” o invisible pero siempre presente. Eso fue la base de cada escena. Usé el Orgelbüchlein de Bach, que son variaciones para órgano de himnos luteranos. “Luther”, un bodoque de 1h30’ para orquesta, solistas y coro, no es más que variaciones de variaciones.
Pienso en tu relación con el Teatro Nō, y me pregunto de dónde salió tu interés de viajar y estudiar en profundidad puntualmente eso.
Alguna vez te puede llegar a pasar, hay veces que llegás a un punto con tu trabajo en donde te parece que estás varado en una especie de callejón sin salida. Yo tengo terror a la repetición y lo último que querría ser en la vida es ser una especie de fabricante de objetos lindos y repetitivos que terminan siendo todos iguales. Lo ideal para mi sería no tener una firma. Me gustaría que cada proyecto sea único y distinto al anterior. Creo que el año que pasé en Japón, a pesar de que todavía era relativamente joven, necesitaba conocer algo que fuera completamente diferente a todo lo que venía haciendo para ver si me cambiaba un poco las ideas. Viste como cuando Ligeti tuvo su trip polirítmico africano, y le modificó completamente la forma de componer. En mi caso fue algo parecido: necesitaba conocer algo de lo que no entendiera nada — y creo que no debe haber nada en el mundo que uno entienda menos que el Teatro Nō (y a pesar de haber tenido la oportunidad de observar de cerca eso durante un año sigo sin entender absolutamente nada, por supuesto) — pero ese “no entender nada” también te modifica las ideas. Viste como cuando uno va a una conferencia sobre algo, no sé, sobre filosofía existencialista por ejemplo, y te cuesta quedarte concentrado cinco minutos, pero al menos entendés que hay una riqueza de la que están hablando y que cuando entendés un par de frases te cambian tu manera de pensar. Yo creo que fue para eso simplemente, no tenía una necesidad vital de conocer el Teatro Nō, pero sí tenía la necesidad de conocer algo que estuviera por fuera de esta cosa insoportablemente endogámica de la música contemporánea, y esa oportunidad me la dio justamente el Japón. Volví y escribí Geschichte, una opereta a cappella, obra medio rara que de japonés no tiene nada.
Me gusta esa idea de no tener firma, me hace pensar en los dibujantes de oficio que trabajan en muchas cosas diferentes a la vez, cada una con su propio “estilo”. Hace poco leía a Lucrecia Martel hablar sobre la identidad como una trampa, hablando de Zama ella decía que si uno fuera más flexible sobre quién es uno el fracaso sería menos estrepitoso. El problema es tener una idea muy particular de quién es uno, decía que la identidad es algo rígido y que esa rigidez hace que el individuo se quiebre. Me gustó eso, sobre todo en esta época donde la “identidad” está tan de moda.
Curioso eso viniendo de una artista con una personalidad tan afirmada. Creo que tener una personalidad es un don de Dios.
Volviendo a tus obras, otra que me da curiosidad es “Automaton”, me regalaste el librito, que es muy lindo pero está en alemán y logro entender solo algunas cosas. Entonces me gustaría saber un poco más de que se trata el proyecto de esa obra.
Bueno, yo tenía la posibilidad de trabajar con Isabelle Faust, una violinista brillante para la que ya escribí varias piezas y estaba en un momento de gran fascinación por las máquinas, por lo maquinal y ella es una violinista muy expresiva, es una gran violinista barroca, exactamente todo lo contrario a lo maquinal. Entonces pensé cómo hacer una obra que vaya un poco en contra de lo que hace esta violinista y lo menos normal era escribir esto que escribí. Una cosa que tenga una lógica medio de maquinita, sin ser repetitiva. Como una máquina de patterns, como un papel pintado o una alfombra. Es como una cosa que funciona aparentemente sola, que no necesitás agregarle expresión ni nada humano.
¿Y hubo una influencia directa en el proceso en relación a los robots?
Solamente como modelo abstracto.
Desde un lugar más poético.
En realidad todo lo que te acabo de decir es una gran mentira, porque me estaba olvidando de lo más importante: el proyecto. No sé si allá será igual pero acá te piden obras sobre temas muy específicos, y me habían pedido que este proyecto estuviera relacionado con “la esclavitud”, así de general e idiota como suena. Al principio dije que no, no voy a hacer nada, no me interesa la esclavitud “en general”, no tengo nada que ver con ese mundo, no quiero hacer una obra ilustrativa. Después me puse a pensar y llegué a la conclusión de que los robots son o van a ser nuestros esclavos contemporáneos. Siempre hubo esclavos, el mundo funciona gracias a que hay esclavos. Hoy en día los chinos y los bangladesíes son nuestros esclavos textiles y electrónicos. Argentina funciona porque el setenta por ciento de la población trabaja gratis para el treinta restante. Cada país y cada sociedad tiene su estructura de esclavitud para poder funcionar. Es como la guerra de secesión de Estados Unidos, que fue la guerra entre los moralistas y los economistas. En el sur decían que sin esclavos la economía no podía funcionar, no habría manera de pagar toda una clase social que levante la cosecha de algodón, que hasta ese momento trabajaba gratis. Y actualmente vamos hacia una nueva forma de esclavitud: una nueva clase social, la de las máquinas, que van a trabajar gratis para nosotros, que no vamos a tener nada más que hacer. Así llegué a esta idea: rompiéndome la cabeza para pensar como puedo llegar a la esclavitud llegué a los autómatas. Y los autómatas musicales son las maquinitas musicales, los flippers, las jukeboxes, ésos son nuestros esclavos musicales. Llegué a la maquinita a partir del esclavo.
Genial. Y una última, me interesa esa serie de obras para orquesta que se llama SUM. Creo que de alguna manera la materia prima de esas obras es la música en sí misma. Es la tradición musical.
La autorreferencia.
Sí, o incluso más que la autoreferencia, por ejemplo en la número cuatro, la que trabaja sobre el final de una sinfonía de Beethoven, The End, me parece que es muy clara en cuanto a cómo trabajar sobre un aspecto concreto de la tradición de la música escrita, clásica o contemporánea o como queramos decir. ¿Cómo funciona la composición de esas cuatro piezas? ¿Cómo surgió la idea de agruparlas en una misma colección?
No fue premeditado, fue saliendo. La primera fue el Scherzo, de 2005, de la que la primera versión no me gustó nada y la reescribí. La segunda fue The End, de 2006, y a partir de ahí me di cuenta de que había una idea de ciclo y me di cuenta de que la idea central del ciclo era la convención superficial del clasicismo orquestal, esa que nos produce una reacción pavloviana cuando prendemos la radio y reconocemos un principio o un final sin saber de qué se trata. A mi me gusta mucho trabajar con convenciones, así como me gusta trabajar con standards. A partir de tener una cosa clara, podés después complicar todo lo que quieras. Es como decía Stockhausen: que no importa cuán complicada sea la música si hay sólo un parámetro complicado por vez. Me parece una verdad brillante: él decía que si tenés un ritmo complicado, el resto (armonía, melodía, etc.) tiene que ser simple, si tu estructura melódica es muy complicada, el resto tiene que ser simple, etc. A mí me gusta esto de tener una base simple, como por ejemplo los acordes mayores y menores de The End y a partir de eso construir una forma compleja. O por ejemplo tener resuelta la estructura gracias a los caprichos de Paganini y sobre esa base archi-conocida proyectar unos monstruos inquietantes. Siempre tenés algo de donde aferrarte. Y así fue cómo llegué a la idea de Sum.
Yo doy unos talleres sobre el proceso creativo dónde desarmo, en ocho encuentros, los diferentes pasos posibles de la composición, no necesariamente en la música sino en el arte en general. Y a veces me gusta empezar la primera, sobre la hoja en blanco, con la escucha de esta obra, con The End. Antes de decir ninguna palabra, me hace pensar mucho en una frase de Shakespeare que dice “El pasado es un prólogo”.
Ah, que genial, no la conocía.
Es increíble pensar que en una obra de hace cuatrocientos años esté diciendo eso…
Sí, es genial. Confirma eso que te decía, que el mal llamado post-modernismo es muy anterior al modernismo. Me hace acordar a una anécdota que cita Stravinsky en su poética musical, no me acuerdo sobre qué obra, de teatro medieval, donde en las didascalías estaba indicado que se tenía que jurar sobre biblia antigua. El teatro pone a disposición del director una biblia de trescientos años, y éste dice: “esta biblia en el siglo XV no era antigua, yo necesito una biblia que ya fuera antigua en esa época”. Stravinsky concluye que el director le daba un crédito excesivo a la arqueología, es decir a las supuestas verdades históricas escritas sobre mármol. “No podemos asir el pasado, que no nos lega más que verdades dispersas. Nuestra imaginación llena los espacios vacíos”, dice Stravinsky. Esta parece ser la misión del artista.