ARCHIVO—FÁBRICA
1a
¡Autonomía o libertad!
Julián Galay
Investigación
2023

Hoy cuando me levanté, encontré apoyado en mi hombro izquierdo, un hilo resplandeciente. Era una cana plateada, que se hacía visible gracias al contraste que generaba el buzo negro que tenía puesto. En realidad, al pelo, lo vi reflejado en el espejo, con esa distancia que da el estar frente a frente con uno mismo. Ese brillo blanco, casi metálico, (que en algún momento fue parte de ese “uno mismo”) me transportó a un momento específico de la semana, en el que inesperadamente, me emocioné. Recordé con sorpresa una sorpresa. Fue durante un segundo, que sucedió el miércoles pasado, cuando fui a un concierto multimedia (por llamarlo de alguna manera) en el planetario. En un momento, todas las luces se apagaron, y los espectadores quedamos completamente a oscuras.

Acto seguido, se prendió el cielo. Me refiero a que los ocho proyectores del planetario mostraron una representación, extremadamente realista, del cielo estrellado de Berlín. Al ser un domo extendido, se podían ver más estrellas de las que realmente se pueden divisar, desde esta ubicación, en el cielo real. Fue así que pude reconocer, frente a mi (aunque invertidos en relación a mi memoria), tres puntos blancos precisos: Alnitak, Alnilam y Mintaka. Tres diminutos puntos plateados, también conocidos popularmente, como las tres Marías, o como una parte del Cinturón de Orión. Cuando era un niño, las nombraba como la base de la cafetera. Y es que desde que tengo memoria, veo a esa constelación con la forma de una cafetera italiana (específicamente una volturno).

Nunca había visto esa formación de estrellas desde acá, desde Alemania, aunque tardé años en darme cuenta. Sin embargo, el miércoles sí las pude ver (la gracia del planetario) aunque encontrarlas de forma invertida (en relación, claro, a mi recuerdo) me produjo un extraño efecto que podría sintetizar como tristeza. Fue la primera vez (o la más fuerte que recuerdo) que me sentí realmente lejos del lugar donde nací (Heimweh, así le dicen acá a esa sensación). O de Bariloche, que es desde donde solía contemplar el cielo con más tiempo y atención. Sentí un impulso de desesperación que, por suerte, duró solo unos segundos (o quizás menos). Por alguna razón, en ese instante, no pude percibir a Berlín como mi lugar de pertenencia, sino que sentí que estaba lejos, muy lejos. ¿Pero lejos de dónde?

De niño fantaseaba con tener aventuras, y dentro de esas aventuras, siempre me imaginaba perdido, por ejemplo en un bosque imaginario, en algún lugar del mundo, y sabía que podía usar esas tres estrellas como una forma de referencia espacial. Mi tío Mario me enseñaba técnicas de supervivencia. Posiblemente en ese momento, todavía no tenía el conocimiento de que existían partes del planeta desde donde esas constelaciones no eran visibles. Al parecer toda esta información estaba almacenada, de forma invisible e inconsciente, en algún “lugar” de mi mente, y cuando vi la cafetera, se produjo la sorpresa, un pequeño temblor que desencadenó una serie de emociones condensadas.

Al mismo tiempo, esta emoción (esta reacción en cadena), traída primero por el pelo plateado y después, por la representación del cielo, me recordó un sueño, que tuve anoche y que prácticamente olvidé. Tengo la sensación de que, en el sueño, había un niño, en medio de una multitud, gritando con convicción el lema: “¡Autonomía o libertad!” ¿Quién era ese niño? Ya no lo recuerdo (posiblemente sea por el efecto de haberme despertado tarde, sin anotar lo que soñé, o quizás, también, por haber prolongado la ingesta de cafeína hasta la media mañana), pero repetía, una y otra vez: “¡Autonomía o libertad!”

Creo, y ahora ya estoy especulando, que era un pequeño revolucionario, conformado por una mezcla extraña de seguridad interior y al mismo tiempo, una delicada inseguridad exterior. Quiero decir, tenía suficiente seguridad como para poder hacer las cosas que se proponía, o sea producir resultados concretos, pero con suficientes dudas como para cambiar de opinión y nunca tomar los resultados como absolutos.

Sin embargo, puedo notar que su nivel de inseguridad no era tan grande, por lo menos no como para que necesite ejercer poder sobre los otros (Sí, creo que hay cierto tipo de persona insegura que busca - inconscientemente - ejercer poder sobre los demás, y es por eso que priorizo a los que hacen, sobre los que no, porque hacer - aunque se falle - es una forma de habilitar permisos). Volviendo al sueño, quizás era solo un niño, que sin saberlo, buscaba independencia (“¡Autonomía o libertad!”): emancipación.

¿Porqué «autonomía “o” libertad»?¿No podría haber sido «autonomía “y” libertad»? No lo sé, pero en vez de intentar resolverlo con las herramientas de la ciencia o del arte, me propuse escribir este texto, en forma de juego, como si fuera ese niño (una ficción personal). Darle voz, para reflejar lo amado y lo odiado al mismo tiempo. Estoy siguiendo un consejo de Theodor Adorno, aunque no estoy seguro de que él haya podido llevarlo a cabo (y con esto no quiero ofender a ningún Adorniano, que sé que son personas serias y con mucho carácter, al fin y al cabo no lo leí tanto como para afirmar una cosa así), pero el qué sin duda logró hacerlo fue su amigo Walter Benjamin. ¿Es posible crear una estructura que responda a la velocidad y la complejidad del pensamiento? (quizás esto sea sólo un juego de relaciones y reacciones).

(¿Quién escribe entre paréntesis, soy yo o es el «personaje»?) Cuando uno maneja un oficio, puede decidir y crear algo en relación a cierto contexto (¿lo que está de moda?), agenda o planificación consciente, pero en cambio, el genio sólo puede hacer una cosa. Algo así respondió Dostoievski (estoy parafraseando de memoria) cuando le preguntaron porque todos sus textos se parecian entre sí. ¿Pero qué es el genio? ¿No es lo que responde, de alguna manera, a la propia intuición?

A la hora de pensar en la composición, en la creación de una obra, o en la resolución de un problema, suele aparecer la palabra «intuición». La podemos encontrar en procesos de trabajo y pensamiento tanto en científicos, en artistas e incluso en descripciones de epifanías místicas. Leyendo, o intentando leer, algunas de las últimas investigaciones dentro del campo de la neurología, aprendo que el cerebro está, taxonómicamente, dividido en dos: la parte antigua y la parte nueva.

Cuando los neurólogos (por lo menos los que leí el último mes) se refieren a la parte nueva, nombran al neocórtex, una formación que solo tenemos los mamíferos, y que ocupa el 75% de nuestro cerebro y es mucho más “nueva” que el 25% restante. El cuarto antiguo está relacionado a las necesidades evolutivas y se encarga de las acciones automáticas, como caminar, respirar o incluso de las emociones. La parte “nueva” es la que procesa los niveles de percepción fina, donde entra lo visible, lo sonoro, el lenguaje, las matemáticas, etcétera.

Al parecer, la parte originaria, está subdividida en muchas pequeñas partes y es reconocible cual “fragmento” corresponde al caminar, cual al respirar, etcétera. En cambio, el neocórtex es uniforme, es una misma materia indivisible. En mi mente la imagino como un prisma rectangular, perfectamente geométrico y de un permanente gris oscuro (por supuesto que no es así). Imagino al neocórtex como un aparato diseñado por Steve Jobs. Según el neurólogo Jeff Hawkins, este está compuesto de un mismo sustrato, que se usa para resolver un mismo problema.

Ese “mismo problema”, según Hawkins, incluye a todos los problemas que se relacionan con la percepción. Me parece extremadamente curioso que los diferentes problemas multidisciplinarios se resuelvan en un mismo “lugar” y con una misma materia. Por más generalista que esto pueda ser (y lo es). Hablando de lugares, también aprendí que la memoria se estructura a partir de la sensibilidad espacial. Para recordar “algo” el cerebro navega por una serie de referencias, uno se está moviendo (a gran velocidad) a través de un espacio imaginario. El cerebro almacena las cosas dentro de marcos de referencia. Creamos mapas personales, conexiones, que nos ayudan a navegar dentro de espacios de almacenamiento.

Resolver un problema difícil, entonces, podría ser diseñar un buen marco de referencia, decidir cómo organizar la información que lo compone y ver que tipo de acciones conviene ejecutar dentro de ese espacio específico. O esta es la definición que da el mismo Hawkins. Pero, ¿qué sería un “buen” marco de referencia? ¿bueno en relación a qué? Tengo la intuición de que la palabra mágica se hace presente nuevamente («intuición»).

Recuerdo ahora, una entrevista que le hacen al físico Leonard Susskind, quien trabaja en el campo de la mecánica cuántica y la teoría de cuerdas (entre otras). En un momento, le preguntan cómo hace para saber que tipo de camino tomar, para continuar con una investigación y el responde con la misma palabra («intuición»). Este es un caso particular, especial, dado que es sabido que existen pocos campos tan anti-intuitivos, en relación a nuestra propia experiencia y percepción, como la mecánica cuántica. Ya lo decía Richard Feynman (antecesor y colega de Susskind): “Si crees que entendés la mecánica cuántica, entonces no entendés la mecánica cuántica.”

La respuesta de Susskind es simple: a través de su trabajo, por más de 60 años enfocado en un problema, él mismo desarrolló una intuición anti-intuitiva. La práctica diaria y el contexto, de alguna manera, moldean un nuevo tipo de intuición. Me interesa esa idea de «intuición anti-intuitiva», que se presenta como si fuera una estructura invisible que genera un marco de referencia, y que al mismo tiempo, permite que las ideas circulen a gran velocidad, colisionando entre sí, y generando sorpresas, o por decirlo de otra manera, descubrimientos. Como sucedió con el pelo y las estrellas. ¿No es lo mismo que pasa en cada subdisciplina del arte?¿o con cada artista en particular? En una charla, el compositor Igor Stravinsky, dijo que la intuición es ni más, ni menos, que un pensamiento rápido, y que si falla, entonces eso no es intuición. Al parecer, la verdadera intuición no falla.

El día que se comprobó experimentalmente la famosa fórmula de la relatividad (E=mc²) llamaron a Einstein para comunicarle las buenas noticias y él no pareció tan sorprendido. Cuando le preguntaron cómo podía estar tan seguro de que esa fórmula era la correcta, de nuevo, apareció la palabra mágica, pero además, él dijo que la fórmula era demasiado bella como para no ser cierta. ¿Qué es la belleza? No lo sabemos, y tampoco pretendo descubrirlo (prefiero no saber), pero una de las pocas certezas que pude recolectar en estos años de (pequeñas) investigaciones, es que la belleza tiene alguna relación particular con la sorpresa.

¿Y qué es la sorpresa? Ya Heráclito, 500 años antes de Cristo, decía algo así como que si no esperas lo inesperado, no lo vas a reconocer cuando llegue. Quizás se refería a cierta posición frente a lo desconocido, a cierta disposición. Podríamos pensar que la sorpresa está relacionada a un evento inesperado. Entramos en la paradoja de esperar, lo que no se puede esperar. Lo que está más allá de nuestro control. Pienso ahora en voz alta (aunque esté escribiendo) que las sorpresas se presentan como resultado de los sistemas complejos. Lo incontrolable.

En el arte, o en el estudio del arte, hace por lo menos un siglo que aparecen fórmulas, hoy transformadas en slogans, como “menos es más”. Cuando yo era un niño de 10 años, tenía una remera negra muy popular, con la frase “less is more” y un gráfico que representaba a la obra más conocida del arquitecto alemán Mies Van Der Rohe. Esa ley, fue parte indiscutida del contexto en el que me crié, y supongo, que como artistas estamos destinados a problematizar las leyes, indiscutibles, con las que nos formamos. Durante muchos años postergué la escritura de este texto, pero algo (quizás el pelo blanco) hizo que esta mañana, un sábado 5 de Noviembre del 2022, me siente a intentar escribir (intentar descubrir) por qué me atrae la complejidad.

El problema no es simple, porque la complejidad en sí, no es suficiente. Pienso ahora en el compositor Brian Ferneyhough, quien formó parte de un movimiento que se autodenominó new complexity (o “la nueva complejidad”). Personalmente, esos experimentos no me conmueven, ni me interesan. Hace muchos años que no escucho esas obras, pero solían parecerme pretenciosas y aburridas. En contraposición, apareció un movimiento de compositores alemanes que se llamó die neue Einfachheit (o “la nueva simplicidad”), pero eso forma parte de otra historia. Como se puede ver, el tema es más complejo de lo que parece (y esto es una broma).

Otra metáfora usada para hablar de lo simple, o de la síntesis, es la de la navaja de Ockham. Planteada hace muchos (muchos) años por Guillermo de Ockham, un filósofo y lógico franciscano que vivió en el siglo XIV. Uno de los fragmentos más conocidos de la navaja es: “en igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable.” El concepto está cerca del “menos es más” y propone tomar siempre como referencia lo conocido, para desde ese lugar, poder explicar lo desconocido. La solución más simple suele ser la mejor. En ese sentido podríamos pensarla como una aliada de otra ley; la del menor esfuerzo.

Otra cita del tratado de la navaja es: “Cuando se ofrecen dos o más explicaciones de un fenómeno, es preferible la explicación completa más simple; es decir, no deben multiplicarse las entidades sin necesidad.” No hace falta decir lo importante que fue este pensamiento para el desarrollo de la ciencia y de innumerables disciplinas. Como decía (¿o escribía?) más arriba (¿esto es una referencia espacial o temporal?), lo “simple y ordenado”, durante el siglo XX, pasó a tener un valor agregado, especial, por lo menos dentro de ciertos circuitos del arte y del pensamiento occidental (como las corrientes minimalistas y reduccionistas por mencionar algunas), que al mismo tiempo tomaron prestado un montón de conceptos y valores de la cultura oriental. Hoy, creo, ese lineamiento ya forma parte de la tradición y se encuentra dentro de las estéticas dominantes.

Hace unos meses, estuve trabajando en la traducción de unos textos, dedicados a la obra de Eliane Radigue, una compositora francesa que tomó la imagen de la navaja de Ockham como punto de partida para una gran serie de obras compuestas para instrumentos acústicos, agrupadas dentro del título OCCAM Ocean. Es por eso, por la traducción, que tuve que ponerme a estudiar mejor a Guillermo de Ockham y así llegué, de forma lateral, a Karl Menger, un matemático del siglo XX, que seiscientos años después de la teoría de la navaja, dice encontrar a muchos colegas “demasiado parsimoniosos” en relación a contemplar todas las variables posibles que presenta un problema complejo. Es por eso que en 1962 formula su law against Miserliness, algo así como la “ley contra la miseria” que se sostiene sobre dos bases:

1.ª - Las entidades no deben ser reducidas hasta el punto de inadecuación.
2.ª - Es vano hacer con menos lo que requiere más.

Me gustó encontrar que Menger tenía sentido del humor (o eso me pareció), y en su momento pensé que la segunda de las bases era un buen recordatorio para tener siempre cerca. Podríamos decir que “menos es más” pero, al mismo tiempo, “es vano hacer con menos lo que requiere más”. ¿Y a qué se debe todo este preámbulo? Hace ya muchos años me encontré con esta atracción, y particular emoción, que me generan algunas obras complejas (o sistemas complejos en general), pero nunca la pude entender. ¿Qué implica explicar?

¿Qué es lo que me atrae de esas obras? Quizás haya algo relacionado a la “pérdida del tiempo” que implica hacerlas. Mecanismos de relojería que, sin importar la disciplina, y a través de un orden obsesivo, dan lugar al desorden; al caos y a la sorpresa. Acciones que representan la resolución de un problema que condensa la entrega total de un vida, y que como resultado, trae soluciones tan disímiles como músicas, películas, imágenes, textos, teoremas o incluso, nuevas preguntas.

Situaciones donde el tiempo está tan condensado que parece cristalizarse. Propuestas que van mucho más allá de una necesidad evolutiva (cerebro nuevo). Obras que para existir necesitan consumir el tiempo y, al mismo tiempo, generan la paradoja de detenerlo. Ahora, podría poner algunos ejemplos al azar, referencias espaciales que aparecen en mi memoria, como los enormes cuadros de plastilina del grupo Mondongo, la Sinfonia de Luciano Berio, la escultura Metrópolis II de Chris Burden, el libro Austerlitz de W G Sebald. Objetos que, quizás, comparten cierta complejidad, o quizás no. Los contemplo con admiración, como si fueran el resultado de una conjunción de fuerzas; fuerzas que condensan pensamiento, sensibilidad y tiempo en un mismo lugar.

Esas situaciones también funcionan como si fueran espejos de inteligencia. Pero, ¿qué es la inteligencia? Mientras juego al Tetris, escucho hablar al biólogo Michael Levin, y en un momento, dice algo que me obliga a pausar el juego (eso, en mí, funciona como una señal), dice, que toda inteligencia es inteligencia colectiva. All intelligence is collective intelligence. E incluso va más allá, y dice, que percibimos a nuestro Yo como una unidad, pero que en realidad es el resultado de múltiples ensamblajes colectivos (somos un grupo de células independientes) y que esa situación se asemeja a, por ejemplo, la población de hormigas que componen un hormiguero. Tenemos una ilusión de unidad, generada por una múltiple diversidad.

De alguna manera, podríamos ver al “experto”, o al especialista, como alguien que está extremadamente calibrado dentro de ciertos saberes específicos, pero que nunca deja de ser parte de una inteligencia mayor; colectiva. ¿Esa calibración no es una forma de moldear la propia intuición? El artista Chris Burden (Burden, en inglés, significa carga) dice: “Me parece interesante la idea de que hace cientos de años, no había diferencia entre un científico, un artista y un ingeniero.” y también que “el arte es un punto libre en la sociedad donde podés hacer lo que sea”. ¿Es por eso que me doy el lujo de escribir sobre esto con tanta liviandad? ¿Se puede escribir sin ser especialista?

La curiosidad me llevó hasta Joscha Bach, un científico alemán dedicado a las “arquitecturas cognitivas” y a las ciencias de la computación. Bach (que en alemán significa arroyo) dice que la vida es la principal fuente de complejidad en la tierra. Y que la complejidad es básicamente un puente que nos permite pasar del orden al caos, creando reacciones que no son posibles para sistemas tontos (dumb systems). También dice que el propósito de la vida es crear complejidad. Vuelvo a pensar en la sorpresa, lo que nos distrae de la consciencia y nos lleva hasta la gracia. La teoría del caos surgió como un error, una respuesta a intentar predecir algo tan complejo (pero que creíamos tan simple) como la metereología.

Leo y escucho a estos científicos como si fuera un espía extranjero, que habla en otro idioma, incluso, casi como un extraterrestre, consciente de que estoy malinterpretando lo que dicen. Leyendo, y escuchando, como si todo fuera una gran metáfora de la maravillosa estructura de la realidad. Vuelvo, con un rodeo, a mi propio campo, para darle la palabra a Úrsula K. Le Guin, que en un discurso, dentro de una universidad, hace algunos años, dijo:

“La ciencia describe con precisión desde el exterior, la poesía describe con precisión desde adentro. La ciencia explica, la poesía implica. Ambas celebran lo que describen. Necesitamos los lenguajes tanto de la ciencia como de la poesía para salvarnos de la mera acumulación interminable de “información” que no logra informar nuestra ignorancia ni nuestra irresponsabilidad.”

¿Cómo hacer para trabajar con lo complejo y al mismo tiempo darle lugar a la síntesis? No lo sé, pero por ahora, lo único que me queda es intuir qué existe una respuesta, y que quizás haya alguna pista en ese mantra que instaura Le Guin, y que funciona tan bien en español, mientras lo releo, vuelve la imagen del sueño, me doy cuenta que el niño soy yo, y especulo con una posible continuación: estoy vestido de negro, con la remera de Mies, y también llevo unos anteojos oscuros, ahora estoy en silencio, y escucho a la multitud que me rodea, están susurrando algo, con entusiasmo y sincronía:

(...) “¡La ciencia explica, la poesía implica! ¡La ciencia explica, la poesía implica! ¡La ciencia explica, la poesía implica! ¡La ciencia explica, la poesía implica! ¡La ciencia explica, la poesía implica! ¡La ciencia explica, la poesía implica! ¡La ciencia explica, la poesía implica! ¡La ciencia explica, la poesía implica! ¡La ciencia explica, la poesía implica!” (...)

Cuando me despierto, ya no puedo recordar nada, pero tengo una intuición; la sensación de que dentro del intersticio que separa a cada una de las frases, se esconde un secreto indescifrable. Quizás, la clave para encontrar algo que se sostenga entre lo simple y lo complejo, tenga relación con la repetición. Pero cómo saberlo. En el siglo XVIII, Giovanni Battista Piranesi escribió: “Cualquier idiota puede decir que lo mejor siempre se encuentra entre la monotonía y la confusión. El único problema es, ¿cómo encontrar el centro?”